PABLO ANTONIO TORRES VELANDIA
Pablo Antonio Torres Velandia.
Natural de la población del Cocuy (Boyacá). Escritor y poeta miembro activo de la Asociación de Escritores Boyacenses.
MIENTRAS
LA HIERBA CRECE
El
perro, sentado sobre la tapa de la alcantarilla, ladró un par de veces. El
viejo, adentro, soportaba el prolongado paso del tiempo desde sus huesos
amarillos. El perro aventuró un bostezo a través de la rendija de la alcantarilla
para completar su comida con el olor a arroz quemado que se desprendía desde la
olla, cuando la tapa daba un brinco sobre las manos del viejo, quien a esa hora
intentaba sumar los años que llevaba viviendo en la soledad de aquel sitio,
rayando con la uña del dedo pulgar de su mano izquierda el cemento frío de la
pared.
Perdió
la cuenta tras el agónico gesto del perro que, al sentirse descubierto, se
distanció de la alcantarilla un par de metros, sin dejar de arrastrar con la
nariz el olor a arroz quemado. El viejo le hizo un gesto de desaprobación,
convencido de que se retiraría para no arriesgar su escasa comida. El perro,
resignado, agachó la cabeza, y se ausentó entre las sombras de la ciudad.
Entrada la noche y asegurándose de que el perro ya se había ido, el viejo
prendió el radio para intentar dormir en medio de las noticias que daban cuenta
de los fallecidos diarios, por la pandemia que
asolaba por ese entonces la ciudad.
La
radio anunciaba que eran las cinco y treinta de la mañana, y que ese sería un
bonito día, como todos los anteriores. Lo apagó jalando el botón del
encendido. Alisó su greñudo pelo con
saliva seca, desdibujando el contorno pálido de su cabeza en el brillo del
espejo que no existía. Tomó con la mano izquierda un tarro oxidado de avena
Quaker que permanecía lleno de los orines que había recogido pausadamente
durante la noche; con la otra, forzó la tapa de la alcantarilla, con la idea de
salir a la calle ese día. Sintió que la
tapa no cedía, que sus fuerzas no daban, como si alguien hubiese colocado peso
adicional sobre ella. La tapa no tenía nada más que la prominente escarcha de
frío que había bajado la temperatura por debajo de los cero grados.
Entonces,
regresó el tarro de avena Quaker al piso, para intentar levantar la tapa con las dos manos. Cuando lo consiguió, entró
luz y aire fresco. Salió agarrándose de la escalerilla. Con una mirada de 360
grados se aseguró de que el perro no estuviera cerca. Sin embargo, regresó por el tarro de avena
Quaker para regar los orines alrededor de la alcantarilla, convencido de que
así el perro no se acercaría. Lanzó el
tarro desocupado hacia su interior.
Luego, sin mayor dificultad, la cerró para perderse desde sus zapatos de
payaso en el frío de la ciudad, durante un par de horas, el tiempo necesario
para capturar en algún lugar su comida diaria.
El
perro regresó ese día, y el siguiente, y la semana siguiente, en busca del
viejo que parecía haber sido devorado por la ciudad; desesperado, daba vueltas,
olfateando la rendija de la alcantarilla, buscando alguna señal distinta al
nauseabundo olor a orines que le indicara que el viejo estaba vivo. Miraba
hacia la ciudad con sus ojos de poca luz, agudizaba su olfato, pero nada;
entonces se quedaba dormido sobre la tapa, cuidando lo que no era suyo.
El
viejo volvió, mutilado por el hambre, devastado por la soledad de la ciudad. El
perro lo miró, más que con miedo, con cierta compasión, reconoció en él su
precariedad. Olía a orines frescos y a
grasa de camión. Sus trapos, colgados de
la percha huesuda de su cuerpo, goteaban agua lluvia por montones. Se dejó
escurrir sobre el borde de la alcantarilla para tomar un segundo aire y poder
exhalar un grito tenue, suficiente para espantar el perro.
El
animal tuvo la sensación de tener que regresar
después. Así lo hizo, con las costillas
pegadas al cuero, para echarse sobre la tapa de la cloaca,
a la espera del aullido desgraciado del viejo. En algún momento descubrió que
la tapa bailaba, que desesperada intentaba saltar, que algo inentendible se
balbucía desde el interior de aquel desagüe.
El perro, sin el acostumbrado olor a arroz quemado, se quedó dormido, a
la espera de que la yerba creciera a través de la rendija de la alcantarilla,
seguramente alimentada por toda la mierda que el viejo, en este mundo y hasta
ese día, se había tragado de manera miserable.
Por: Pablo Torres Velandia.
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