Tunja, Licenciado en Ciencias de la Educación con énfasis en Educación Agropecuaria. Especialista en Gestión de Ordenamiento de Cuescas Hidrográficas.
Escritor y poeta, actualmente es miembro de la Asociación de Escritores Boyacenses y de la Academia Boyacense de la lengua y columnista del periódico Boyacá Siete Días, Renovación Internacional y en la revista "Polimnia".
Parte de su obra se recopila en "Fragmentos de mi vida I y II" y "Cuentos Ecológicos", "Cuentos pasados por agua" y "Mascota o Demonio.
Cavilaciones – Fabio José Saavedra
Delfín buenos días. No sé qué sucede con
mi tiempo, pero ya no es el mismo, los segundos se diluyeron en los minutos y
los minutos en las horas; a veces creo que yo voy quedando a pedazos en ese
sendero de días y años sin darme cuenta, incluso una mañana cuando calcé los
zapatos Gambinelli para abuelos, los que me regaló mi nieto, con sorpresa noté,
que mis pies empezaban a nadar en ellos, a pesar de apretar los cordones sin
misericordia, entonces me coloqué los lentes, que se negaron a quedarse frente
a mis ojos, no queriendo cabalgar en el lomo de mi afilada nariz de ahora,
hasta que les di una mano y pude por fin ver el número de la talla 41 en el
calzado, asegurándome que mi nieto no se había equivocado, sino que mi pie
efectivamente ya era más pequeño.
Amigo mío, te comparto mis divagaciones sin
ánimo de preocuparte, pero hoy ya no sé, si hoy es hoy, o si hoy es mañana. Imagínate
que terminé de leer tu mensaje de buenos augurios y quedé rascándome el cogote,
sin tener claridad si estaba en lunes o viernes, porque mis días se volvieron
un solo tiempo, al punto que no supe de qué semana me hablabas,
porque esas medidas de calendario, ya no existen en mis entendederas.
Delfín, espero no atribularte con mis
dificultades en el atardecer de mi vida, pero como decía mi abuela: «ya untada
la mano, untado el codo». Te cuento, que hace unos días fui al médico, ese sí
es un personaje de los de ahora, no ha ajustado la tercera década y ya tiene un
posdoctorado en Gerontología, de la Universidad Iberoamericana de Mondragón, seccional
Kennedy. Ya en el consultorio, inicialmente registró mis datos personales una
ampulosa recepcionista, que lucía un generoso escote, en el que se perdieron
mis miopes ojos, y por el que a cualquier movimiento se escapaban
vaporosas esencias celestiales, las que detenían los somnolientos cabeceos de
los pacientes en espera, extrañamente todos varones, luego poniéndose de pie,
me entregó en manos de su exuberante hermana gemela, quien tomándome
gentilmente del brazo, me condujo hasta el consultorio privado del galeno, quien,
sin retirar la mirada de la pantalla del computador, ordenó con el tono propio
de la frialdad hija de la rutina, «desvístase de la cintura para arriba y
recuéstese en la camilla»; en tanto, acercándose procedió a tomar los signos
vitales; luego, me pasó por la báscula y finalmente vino lo grave; me
estaba encogiendo, mi estatura marcaba varios centímetros menos, con razón mis
pantalones se arrastraban.
En ese momento el genio de la medicina,
regresó a perderse en la pantalla del computador, limitándose a emitir una
orden con la voz impersonal de un robot, «la recepcionista le entrega la fórmula
y los resultados» y de inmediato autorizó el ingreso del siguiente paciente.
Amigo Delfín, cuando salí de allí el único sabor humano que me acompañó
fue el de las despampanantes gemelas, iba convencido que la relación paciente-médico
había muerto.
Hoy, doy gracias a Dios, por el valor agregado
a mi vida, con buenos amigos como tú, que alegran el sendero y alivian la
soledad, estoy seguro que en la actualidad la humanidad transpira angustia,
todos corremos entre una multitud impersonal de desconocidos, cada uno cargando
sus preocupaciones, rumiando problemas entre tanta neurastenia, que se vuelve
contaminación temperamental colectiva, a la que todos contribuimos con nuestras
angustias. Gracias por oír mis divagaciones. Imagínate que mis zapatos han
empezado a desgastarse por los talones, porque la vida ya transita en alto
grado de pendiente y vivo frenando para no llegar tan rápido al hoyo, que me
espera abajo con las fauces abiertas. Irónicamente la cola de víctimas es
enorme… interminable… y los de adelante me ceden amablemente el puesto, pero yo
rechazo su desprendida oferta, mientras que detrás de mi vienen viejos
chuchumecos trastabillando y tosiendo, entonces pienso que quieren que los deje
colar y con todo respeto les ofrezco mi humilde puesto, y ellos, entre toces y
carraspeos, rechazan también mi solidaria oferta. Uno ya no entiende esta
humanidad tan contradictoria, porque en los bancos, en el metro, en el estadio
o en la clínica sí se querían colar.
En conclusión apreciado amigo, retomando mi
preocupación inicial por el tiempo, cada vez estoy más convencido que, desde el
día que me pensioné, el afán desapareció de mi sendero y vivo en un día
continuo, ahora me levanto tarde y la noche ya cubre las cosas con su
manto de estrellas, por eso los días y las noches para mí son un solo tiempo,
mientras llega el momento de la despedida.
Escritor: Fabio José Saavedra Corredor.
LEYENDO UNA LEYENDA
Después de abrir las amplias ventanas en el cuarto, la hermosa Lomgy permaneció recostada en el lecho, en las mañanas disfrutaba ver cómo la brisa marina jugaba con las cortinas, parecían alegres fantasmas danzando al ritmo del viento. Eran momentos ensoñadores para la bella y otoñal mujer, en los que dejaba volar su fantasía con la caprichosa danza de la naturaleza; además su amor por la soledad le permitía esa excitante sensación auspiciada por el viento, cuando acariciaba su cuerpo, osado y sin ningún recato se perdía por debajo del ligero camisón, este parecía cobrar vida al paso de unas manos invisibles que acariciaban su sensible piel, despertando recuerdos y urdiendo fantasías con mensajes entregados a la brisa por viejos y curtidos lobos de mar, en sus arriesgadas travesías en aguas desconocidas.
Entonces, en la distancia se oyó el ronco sonido de la bocina de un barco, anunciando su cercanía al puerto, rompiendo el mágico momento y alterando la tranquilidad del cuarto. Lomgy ágilmente se puso de pie, sacudiendo con fuerza su ondulada cabellera, como si quisiera deshacerse de sus pensamientos; luego, acercándose a la ventana, observó al sol que ya empezaba a alejarse del horizonte marino; de las enormes chimeneas del carguero subían gruesas columnas de un humo gris, mientras tanto, el carguero avanzaba lentamente dejando una estela de espuma blanca, dibujada en la superficie del agua, buscando la profundidad adecuada para lanzar anclas y fondear, según las instrucciones del puerto, la mujer pensó que ya era hora de aprovechar la frescura de la mañana para su juego diario con las olas.
Presurosa, ciñó sobre su cuerpo un traje de baño y una colorida salida, vistiéndola cruzada sobre sus sensuales hombros y anudándola en su espalda; luego pasó presurosa por la recepción del hotel, perdiéndose por el corredor que la llevaría a tomar el camino a la playa; debía recorrer una distancia considerable, cosa que no le incomodaba, ya que esto lo haría sobre un mullido prado, de modo que decidió hacerlo descalza, para sentir en los pies la caricia de la hierba, que a esa hora, todavía conservaba la tibieza del rocío nocturno; luego debía atravesar la amplia carretera marginal del mar, la cual le parecía una interminable cicatriz en la piel de la tierra, dividida en el centro por una línea segmentada, que le traía a la memoria la imagen de una gigantesca cremallera; en tanto, cruzó la vía ágilmente para exponer al mínimo sus pies descalzos al calor del pavimento, luego avanzó por un camino angosto que la llevó por entre un bosque de mangles.
Desde niña había hecho gala de un raro don que le permitía mantener comunicación empática con los animales. Ese día las pequeñas lagartijas que se asoleaban en el camino o sobre las piedras a la orilla del sendero, no huían a su paso, solo se quedaban observándola con esos ojos saltones como sapos plataneros, incluso, algunas caminaban tras sus pasos descalzos; eso había hecho que los lugareños tejieran historias fantásticas alrededor de la extraña mujer, incluso decían que no había espina que se atreviera a dañar sus delicados pies.
Al final… el camino la llevó a la playa. Allí encontró un cinturón de pobreza, con seres humanos fabulosos, los más guerreros para afrontar la vida en esas condiciones, con el mar al frente y una cinta de playa que mantenían limpia ayudados por el viento, como recepción de hotel cinco estrellas; a continuación seguía una fila de casitas hechas con materiales de deshecho y cubiertas con hojas de palma de coco, las que entonaban melodías diversas al paso de la brisa por entre los filos de sus hojas, canto que fortalecía los espíritus y aliviaba las difíciles condiciones de esos colombianos que sobrevivían orillados por una sociedad y un estado injusto, pero que a pesar de todo conservaban sus esperanzas y sueños, sin dejar la sonrisa sincera y abierta que los y las hacía más bellos.
Cosa extraña sucedía en este lugar, en las chozas solo había mujeres y cada una de ellas sostenía una pequeña vida en sus brazos, solo en los dos ranchos de los extremos se veía un hombre; ellos estaban encargados de proveerles a las mujeres con el producto de sus actividades de pesca, para todos, la ausencia de lujos y comodidades no los hacía pobres, todo se veía en orden, pulcritud y aseo, algo propio de la mano y el corazón materno, la dignidad del humilde brillaba en sus ojos.
Lomgy pensó, que ojalá el espejo de sus almas sencillas, donde nacía su sonrisa sincera, no se rompiera y nunca se contagiaran de la corrupción que pululaba hasta por los lugares más recónditos del país más hermoso de la tierra. Allí el trabajo y el poder lo compartían todos sin necesidad de excesos, sin perder la dignidad y en equilibrio con la naturaleza.
En ese lugar invisible para muchos, Lomgy encontró su paraíso, lejos de necesidades creadas pudo entregarse a vivir la libertad de las olas y el viento. Un día, entre todos construyeron su choza y su leyenda fue creciendo, desde los lugares más lejanos querían venir a conocer a ese ser maravilloso. Unos le atribuían poderes sobrenaturales, que curaba las gusaneras y el mal de ojo con sólo mirar al enfermo, incluso el mal de amores, el vaho de muerto y la mordedura de culebra; otros aseguraban, con inusitada vehemencia, que la habían visto levitar por entre los mangles del bosque y que su cuerpo irradiaba una luz parecida al irisado arco que rodeaba la luna en noches despejadas. Su leyenda fue creciendo con el tiempo y se desbordó en el mágico voz a voz, llevada por legendarios pescadores por mares, ríos y ciénagas. Una tarde, los únicos varones rescataron un enorme tronco traído por el mar desde el continente perdido y en él tallaron durante noches eternas, la imagen de la mujer que un día llegó de la ciudad y les enseñó a vivir con dignidad, lejos de la apariencia y su desgaste; de ella aprendieron que hombre rico no es tener los bolsillos llenos de dinero ajeno, que la riqueza está en el corazón de los hombres y mujeres buenos.
Un día de invierno, bajo un torrencial aguacero, entre todos le entregaron el tótem de la mujer de madera al mar y este agradecido lo llevó en el corazón de las olas, con el compromiso que lo devolvería en el verano siguiente, así, todos los años se repetía como un ritual de préstamo y entrega, hasta el final de los tiempos.
SUEÑOS DE PERIODISTA
(Columna del Boyacá Siete Días)
Esa madrugada la lluvia se empecinaba en seguir alimentando el cauce de las alcantarillas, las que ya empezaban a desbordarse, el agua desbocada en la calle arrastraba lo que encontraba a su paso, en ese momento se escuchó en la distancia el tañido de la campana en el reloj de la torre marcando la primera hora del nuevo día.
Hacía pocos minutos la joven reportera había dejado de enviar información a la redacción del noticiero, sacudió la cabeza como queriendo aclarar sus ideas, y después de unos instantes, percibió el constante golpeteo de las gotas del aguacero, terminando su precipitada caída contra los vidrios de las ventanas, luego se puso de pie y estirando los brazos intentó tocar el techo, lo cual era una ¡misión Imposible! porque su estatura no se lo permitiría nunca, luego se inclinó intentando tocar el piso con sus dedos, sintiendo fluir la sangre por las venas y oxigenando su cuerpo.
Caminó por el cuarto acercándose a la ventana para disfrutar el alegre canto de la lluvia, la cual era una de las sensaciones más agradables de su vida, por momentos el paso del viento le infundía a la lluvia un sonido cadencioso, similar al de unos labios maternos arrullando a un pequeño e invitándolo al sueño, la cortina de agua se hacía más intensa cada momento, en tanto, bajo las farolas del alumbrado público se hacinaban millares de insectos en desordenado vuelo, asombrosamente sin que ninguno colisionara.
Ver llover despertaba en su conciencia un inusitado sentimiento, como si las noches de invierno se cubrieran de magia y silencio.
Esa madrugada dejó que sus pensamientos volarán libres, estaba segura que el pasado era un compañero de viaje que nunca nos abandonaba, pero también podía ser un peregrino que un día se dormía a la orilla del sendero, bajo la sombra del árbol del olvido, hasta que una tarde cualquiera se despertaba, llamaba a la puerta de nuestra conciencia y se reencarnaba nuevamente en el universo de los recuerdos.
Así le sucedió aquella madrugada, cuando frente a la ventana emprendió un viaje a su infancia, entonces se vio en una tarde calurosa de enero, sentada en el piso de la humilde modistería de su madre, en el rincón de los retazos, jugando con los pequeños recortes de tela, lanzándolos sobre su cabeza imaginando estar bajo una lluvia de pétalos de todos los colores, otras veces imaginó que miles de mariposas hijas del arco iris volaban sobre su cabeza y descansaban en su pelo, así se fue moldeando su creatividad y rica imaginación, hasta que un día entre paisajes estampados en las telas, decidió crear una muñeca de cuerpo esbelto y ceñido talle con hilos de seda trenzados a manera de delicado cinturón, con cabeza de pimpón cubierta por una peluca hecha con copos de algodón.
En ese lugar pasaba las tardes jugando con sus ilusiones y viendo correr la aguja, al ritmo del pedal de la máquina de coser Pfaff, impulsado por los delicados pies maternos, como si fuera el vaivén eterno de un péndulo y siempre acompañadas por el amable sonido de la emisora del pueblo, oyendo baladas del momento, tardes de bolero o la música de carrilera que ya empezaba a abrirse puertas, todo animado con la voz festiva y amable del inconfundible Maestro Barrios Montes, hasta que un día lo vio transmitir en las fiestas del pueblo, estaba frente a un viejo micrófono en el estrado de la feria.
Desde entonces la hermosa muñeca se transformó en micrófono, imitando al locutor y en un rincón bajo la mesa de corte de telas, la florida imaginación de la niña fundó «RADIO MODA” , de manera que desde ese día entrevistaba a las señoras que venían a mandar hacer sus trajes, con todo y propagandas exclusivas, » vestir a la moda no incomoda», en tanto iba construyendo sus sueños como directora de grandes programas, dueña de su propia emisora.
Así seguía esa madrugada, hundida en sus añoranzas, hasta que arreció la tormenta y un relámpago seguido por el estruendoso trueno la sustrajo de sus gratas reminiscencias, apresurada se dirigió a su cuarto, metiéndose entre las cobijas, se dio cuenta que solo tenía dos horas de sueño, antes que el despertador anunciara el inicio de la jornada, para partir rauda a seguir persiguiendo la información diaria del noticiero.
Esa madrugada se durmió pensando que su madre hermosa podía hacer trajes a la medida del cliente y con derecho a prueba, pero ella debía tejer las noticias a la medida de la realidad y sin derecho a ninguna prueba.
MORALEJA
En los sueños del niño de hoy, empieza a germinar el ser humano del mañana.
Por: Fabio José Saavedra Corredor,
Miembro de la Academia Boyacense de la Lengua
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