LUIS ALFONSO ESPINOSA MORENO



 Luis Alfonso Espinosa Moreno.

Novelista, Poeta, Narrador y Ensayista. Natural de Samacá, Boyacá. Presidente de la Asociación de Escritores Boyacenses, período 2021-2023 y exsecretario de la misma institución. Premio Nacional de Literatura "Mención Cuento", Ateneo de Carora (Venezuela) 2018. Autor de la página FB "Cantos de Amor". Entre sus producciones literarias se destacan las siguientes:

1. Las Flores del Péndulo. Novela Histórica. Parnaso Casa Editorial Editorial. 2016.
2. Coplas, Dichos y Cantas de la Abuelita Ismenia. Parnaso Casa Editorial. 2018.
3. Antología de Cuentos. Boyacá tierra de Escritores. Editorial Corporación Alejandría. 2017. Colección Cosecha Boyacense.
4. Antología Poética. Boyacá tierra de escritores. Editorial Corporación Alejandría, Colección Cosecha Boyacense 2017.

NO HAY MUERTO MALO 

José Sacramento caminaba lentamente, pensativo, como pidiendo permiso para dar sus pasos, mientras observaba las caras de los niños pobres del barrio; le recordaban su infancia, en uno de los barrios más pobres de Tunja, ubicado en las laderas del sector de San Lázaro. Sus calles empinadas, por donde solo subían personas a pie, porque hasta ahora no se habían inventado coches capaces de subir por esas cuestas de tierra y arcilla. Una trocha servía de carretera veredal para los campos del alto, la iglesia del milagroso y las antenas de la Transmisora de la Independencia, la radio del gobierno, era la única vía que se desprendía en la última curva de la carretera que, alguna vez, intentó ser la vía del ferrocarril desde Tunja hacia el Carare en Santander, pero murió antes de llegar a Villa de Leyva.

Todos los días, temprano en la mañana, José tomaba la vía que de la ciudad, sale hacia los poblados de Iguaque y Cucaita; subía por un viejo camino usado por los peregrinos y fieles devotos del santo milagroso y llegaba a la capilla del alto de San Lázaro, lugar donde se encuentra la imagen del patrono de los humildes y enfermos de las llagas de la piel; pero José Sacramento, no llegaba diariamente a la capilla a recoger barro para  alguna herida, lo hacía para suplicarle al milagroso, le socorriera  un trabajo, alguna forma de ganarse el pan diario, sobrellevar la pobreza en la que vivía con su mujer, desde que el último de sus hijos decidió marcharse, hambriento, humillado y avergonzado de su padre, incapaz de tener un oficio digno que les permitiera tener al menos para comer, ya que eso  de escribir poemas, tratar de venderlos por centavos o decir discurso a los muertos escasamente le permitía conseguir unas monedas para el diario.

Ese día, “El Fifí”, reconocido delincuente y peligroso matón, esperó el regreso de José, en  la esquina de la calle del barrio y con paso firme, mirada obscura y ceño fruncido, que le daban un aspecto tenebroso, salió a su encuentro, le puso la mano derecha en  el hombro, mientras con la otra empuñaba un puñal que guardaba en el bolsillo de su chaqueta de cuero, generando en José Sacramento, un sentimiento de terror absoluto que le heló la sangre, pensando sería su último minuto de vida, mientras intentaba iniciar una oración y esperaba que el puñal entrara en sus intestinos sin causarle mayor dolor y, ojalá,  le ocasionara una muerte rápida. No tuvo tiempo de pedir clemencia, solo alcanzó a pensar en su mujer y lo difícil que sería para ella seguir viviendo, sin nadie que la ayudara. No hubo palabras previas, solo miedo, ni tampoco posibilidad de huir; ¿a dónde?, ¿para qué?, si la decisión ya estaba tomada.

“El Fifí”, acercó su rostro al de José Sacramento, llenándolo del olor a marihuana y sin mediar palabra le dijo:     

-Tiene que echar un discurso en el cementerio en el entierro del loco Manuel... usted sabe cómo hacerlo y no vaya a hablar mal del muchacho.

- ¿Cómo se le ocurre pedirme eso?... si aquí todos saben que usted lo mandó matar- contestó Sacramento, -y ese loco, era peor de asesino que usted...

-Tiene que echar el discurso- le contestó “El Fifí”, con una voz áspera que helaba hasta la más escondida fibra del alma de José Sacramento y luego concluyó su premisa. -De todas maneras, usted ya está muerto por lo que acaba de decir, así que… hable en el cementerio antes de morirse- y luego, soltándole el hombro, se regresó hacia el lugar donde velaban al muerto.

José Sacramento, tomó un aliento de aire, siguió para su casa, no dijo ni una palabra de lo ocurrido a su mujer, que poco presurosa, le ofreció un tinto cerrero como era su costumbre y luego sirvió un desayuno de caldo con sal y cebolla y una papa pelada, alimento que consumió con la lentitud propia de los condenados; luego apuró un pocillo de agua de panela acompañado de una mogolla de salvado. Se levantó de la mesa, entró a la alcoba y del armario sacó su vestido negro, brillante de tantas planchadas, lo limpió cuidadosamente y lo colgó en un gancho a esperar que el tiempo pasara; enseguida buscó la camisa blanca y se aprestó a plancharla; en el fondo de un cajón encontró un viejo corbatín de color morado y decidió que lo utilizaría en esa ceremonia. Era su último día.

Las campanas de la iglesia doblaron a funeral a media tarde y José Sacramento se vistió tan rápido como su estado se lo permitió, mientras su mujer, extrañada, le preguntó si ese día también iba a hablar en el cementerio, como era su costumbre desde hacía varios años, cada vez que alguien moría y por cuyo discurso le pagaban algunos pesos recogidos entre los dolientes y ese era su única forma de ganar dinero. José no contestó; le dio un abrazo cálido, afectuoso, único, como hacía mucho tiempo no lo hacía con esa vieja y se marchó diciéndole -nos vemos pronto-.

Caminó desde el Barrio el Carmen, por la polvorienta calle, cruzó por las Nieves y llegó hasta la tribuna ubicada en la entrada del cementerio, subió los cinco escalones de la misma, tomó su carpeta de anotaciones y miró la frase escrita en la puerta gigante del campo Santo: “Aquí terminan las vanidades del mundo”.

El difunto, llegó precedido de una escasa procesión, cargado por algunos cómplices; se detuvieron frente al estrado donde estaba José Sacramento con su mano en alto.

-Señoras, señores, amigos y familiares- dijo José – Ha partido Don Manuel, un gran hombre, amigo siempre fiel, hijo responsable, hermano cariñoso, vecino y persona de bien. Hizo una pausa, mientras nerviosamente intentaba ordenar las hojas de su discurso, que querían abandonar la desvencijada porta papeles donde estaban guardadas, enfrentándose ahora a la furia del viento.

Mientras tanto, uno de los asistentes, lentamente se acercó “al Fifi”, que se había entretenido por un momento con el discurso de Sacramento, con sorpresa, extrajo un arma y con extrema furia, le clavó un gigante cuchillo en la espalda “al Fifí” y luego, volvió a herirlo por debajo de las costillas, penetrando el punzante en sus riñones y estómago.

-Y acaba de partir otro gran hombre de bien - dijo José, quien había observado toda la escena desde su preferencial posición y, lo más veloz que pudo, a pesar de sus dolencias, descendió de la tribuna, corriendo sin descanso a refugiarse, en la tienda “La última lágrima”.

Escritor: Luis Alfonso Espinosa Moreno. 

 

CARTAS A LUCÍA

Del libro “EPISTOLARIO DE SAN LUIS”                


Adorable Lucía:

Muy sorprendido quedé, en nuestro encuentro, cuando rápidamente, casi de manera instintiva, doblaste una hoja de papel y la guardaste en tu agenda diaria, la que siempre llevabas en tu morral rosado, junto A las demás chucherías y cosas necesariamente inútiles que muchas mujeres cargan y sin las cuales, pareciera, no se sienten completas, así no las utilicen, pero que deben hacer peso en ese bolso.

No entiendo, si es que todas las mujeres; bueno, casi todas, nacieron con el cuerpo desbalanceado y necesitan cargar vainas, que las hacen sentirse femeninas, como si las bisuterías fueran esenciales para su nivel emocional; teléfono móvil de última generación, monedero, billetera, pintalabios, crema de ojos, crema de manos, toalla higiénica, papel, pañuelos, corta uñas, lima, llavero, espejo, cepillos, peinetas, monedas, tarjetas de crédito sin fondos, tarjetas de almacenes, papeles de dulces, chocolatinas, volantes recibidos en la calle, gafas, lápices, colores, esferos y cualquier cantidad de inservibles, que le dan volumen al bolso que va con la personalidad femenina.

Me dijiste casi eufórica, que te habían regalado un poema bellísimo, cuando curioso, pregunté por el contenido del papelito guardado con sumo cuidado;

- “la poesía es lo máximo, me llega al alma, me enamora, me hace sentir maravillosa”, - dijiste, como reafirmando una afición secreta.

- ¿Cuál es tu poeta favorito?, pregunté, intentando saber de tus placeres literarios.

-Cualquiera que escriba bonito sobre el amor. – Respondiste, mientras intentabas adentrarme en tus conocimientos literarios.

–Cualquiera de los muchos que hoy se encuentran en las redes sociales, todos son maravillosos –concluiste.

No hubo alternativa. Mi vida y mi tiempo se dedicaron a leer a Mario Benedetti, a Charles Bukowski, los poemas eróticos de Yolanda González y Silvia Maya, las letras de Leo Pavoni, Silvia Medina, Alfonso Espinosa, Gustavo Hernández, Ramón Martínez y a cientos más que no escriben poesía, pero se sienten poetas. Solo quería aprender a escribir para regalarte los mejores poemas, para conquistarte con palabras del alma, con verso que se conviertan en besos, frases que hablan de susurros y de noches alucinantes, de amaneceres en los brazos del placer y lunas cómplices, de amantes, de sexo y placer místico, de sacrilegios y comuniones.

Solo dos poemas escribí, en los que amarré mi conciencia a mi corazón para decirte que estaba enamorado de ti y en ellos estaba mi vida plasmada en versos.

Los tomaste; los leíste rápidamente, luego sin mirarme hiciste una bola de papel y me la tiraste a la cara.

- ¡Poetas, poetas!; idiotas que saben amar solo en papeles y letras, pero son unos imbéciles en la cama. No saben lo que es una mujer y escriben sus frustraciones para salvar el mundo a donde no deberían haber venido… ¡lárgate!... fue todo lo que me dijiste.

Ahora, estoy intentando desarrugar mis versos...

Siempre tuyo... Luis

(carta 2)

Adorable Lucía

No contestaste mi carta anterior; tampoco quieres hablarme y solo intento retomar lo que nos une o nos unió; está bien... No pienso continuar escribiéndote poemas que no son poesía y versos de amor que no tienen rima. Tú, simplemente, quieres que te diga las cosas sin que tengas que preocuparte mucho por entender lo que quiero y lo que me gusta de ti. Se que, no te gusta leer textos extensos, que prefieres las palabras con sentido y no las frases utópicas; te gustan las palabras cortas, para saborear su contenido; te gusta que te diga, por ejemplo, que tienes una sonrisa muy dulce y entonces sacas tu lengua y la pasas sobre tus labios carnosos y húmedos, primero por el labio superior, y casi siempre, de izquierda a derecha, de una forma tan lenta que uno podría repetir un poema erótico de 10 versos y tu apenas llegarías a la comisura derecha, para volver a empezar con el labio inferior y así, tan lento, que a veces generas adormecimientos neurales, que nos llevan a imaginar besos cansados en una boca inmortalizada por esa risa que luego dejas escapar, como si entendieras que esa es una de tus mejores armas de conquista.

Dices que soy tu amor sublime y te gusta que te diga al oído la frase más simple de los amantes: “te quiero”. Pero la quieres escuchar tan lentamente y tan suavemente, que finalmente y por inercia, mi lengua termina intentando recoger las palabras, que se han quedado pegadas a tu oreja y que por haberlas dicho tan quedamente, terminan produciéndote cosquillas, que te obligan a intentar unir los hombros con tu cara y a suspirar ansiosamente la necesidad de escuchar el “te amo”, “te deseo”, que instintivamente hace mover tus manos buscando las mías y tus brazos pidiendo refugio, como si esas palabras debilitaran tus piernas y prefirieras que te acunaran y te arrullaran, antes que seguir dando pasos.

El problema no es cuando te lo digo en privado, al calor del fuego celestial de una chimenea o con el dulce aroma de una copa de vino, porque es fácil solucionar tus debilidades. El problema está en hablarte como te gusta mientras vamos por la calle o intentamos escondernos de las miradas incómodas de los transeúntes, porque te desmoronas y tengo que recogerte partícula a partícula, mientras gritas o lloras, a veces, sin que nadie lo note, pero a veces, con escándalo, que hace que la gente se pregunte, si es que te estoy maltratando o estoy tratando de calmarte luego de una crisis de nervios, pero algunos de los transeúntes, quizá más expertos en cómo tratar a mujeres como tú, me dicen sin sonrojarse algo que no sé si tú escuchas:

“Hermanito, sáquele pieza, que se está derritiendo…”. Siempre tuyo... Luis

(Carta 3)

Adorable Lucía

El destino, de nuevo, nos coloca en orillas distintas, a pesar de nuestros propios deseos y comuniones íntimas. Tú te silencias, tienes que cumplir con tu vida diaria, rutinaria, absolutamente anodina, hurgando entre papeles en la oficina, para encontrar la solución a los males del mundo, mientras que al mundo poco le importa si tú lo salvas. Olvidaste que el día, tiene la mitad de su vida cuando el sol sale y le da luz a todo lo que merece vivir y que la otra mitad inicia cuando el sol decide esconderse de las maldiciones de las almas arrogantes, dándole paso a la noche; crea espacios románticos para compartir y amar, para volver al dulce arrullo, al suave espacio de los deseos y los sentimientos, del goce y la vida para muchos y de la indiferencia y el aullido de los lobos con hambre y desesperación, que abundan en los rincones cubiertos por el negro manto de la desidia y el odio.

Quisiera entonces saber en cuál de los dos espacios vives, porque siempre que vengo a tu apartamento, intento llenar el jarrón con flores frescas, despertar tus sentidos con aromas excitantes y prender el calor del amor, para que calientes tus cansados pies y puedas encontrar en un silencio celestial, la suave briza que debe arrullar tus anhelos, que te sientas amada, adorada y deseada, para que, al ofrecer tu cuerpo al espejo, te veas grandiosa y hermosa, como intento verte, con mis ojos cansados pero ansiosos.

Estaba mirando el jarrón colmado de flores y me asaltó una pregunta…

¿A qué horas regresas? ¡por favor!

Siempre tuyo... Luis.

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​INCERTIDUMBRES

Y una noche cualquiera, husmeando regalos de navidad, en una fecha extraviada en el tiempo, llegaron las noticias. Los monstruos invisibles empezaron a matar gente. Una delicia gastronómica cambiaría el sentido de riqueza, hambre y pobreza. No nos importan las cosas, el mar es muy grande y está vestido de azul, estar en guardia cada jornada es innecesario. Las gentes beben, alguien escupe un trago a las ánimas, y arroja otro al viento para la buena suerte; se emborrachan, se despiertan y sus caras horrorosas los invitan a libar interminablemente sin problema; un virus lejano, mucho más que distante, no llegara, mientras las muchachas bailando reguetón y champeta, siguen siendo las viejas de la fiesta.

Amanecimos somnolientamente incrédulos, desaparecidos en nuestros propios espacios, donde las calles, también despertaron vacías, y las cuarentenas inalterables caminaban agarradas de las manos, escondiendo los rostros de los más ricos y desnudando el color gris en la piel de la inopia. Ahora, somos tres; pandemia, riqueza y pobreza, unidas por las lágrimas que los vientos, desnudaron en cada rostro.

Desaparecieron los niños sonrientes, las mujeres hermosas y los hombres fuertes; todos viven encarcelados en sus propias pieles, miedosos del rostro amarillo, morado o negro de sus vecinos, y empiezan a caer los muertos, eran los estúpidos en vida o los hambrientos de la noche, los vigilantes ocultos en las sombras de sus iras y de las muchachas sin sonrisa, que prefirieron arreglar sus nalgas y sus uñas, únicas partes del cuerpo presentables y los pechos de miradas extraviadas por el ruido invisible del enemigo.

Ojalá pudiese descubrir los rostros libres de los amigos escondidos tras los trapos rojos de sus desesperanzas; quizá amanezca más temprano, entonces levantarme tarde y trabajar ausente, para que miles de gentes aprendan, entiendan y se salven. El loco del programa insoportable, alucinante de promesas, me conduce por los ríos de hurtadas riquezas hasta las playas de miserias insalvables; trémula historia en mi encierro, mientras innombrables salvadores se ufanan de sus mansiones deshonestamente obtenidas con las ansias de los necesitados.

Me despojo de mis ilusiones, guardo mis venganzas en una bolsa atada a la puntilla en la puerta de mis estaciones, donde espero que no me encuentre el invisible, mientras mis ilusas miradas, se vuelven furtivas, intentando encontrar la verdad por los breves espacios que las hendijas de las ventanas me permiten otear las calles desoladas, absolutamente colmadas de otros ojos frívolos, a veces distantes, obscuros, como el origen del mal.

Ahora no conozco a nadie, siento miedo de su boca, de su nariz, de sus palabras, de sus dedos calurosos de saludos y me encomiendo a los arcángeles desalmados que decidieron irse confinados a sus propios aposentos. No puedo salir de mis paredes, sin embargo, el rugido de mar de mis entrañas reclama la sal madurada por las lunas amarillas de China, los tomates rojos nacidos en huertas del Japón, plátanos maduros cosechados por los afrodescendientes, desplazados del Urabá, chontaduros cocidos en miel por las mujeres de zafiros en fiesta, danzantes de marimbas timbiqueñas o las frutas de las vendedoras de rostro brillante en Cartagena. Ojalá el hambre tuviera color de carnaval; pero, de ser así, los políticos obscuros de los palacios roídos por las democracias cobardes, se robarían también los versos, las cantas palenqueras, los sonidos musicales de las caracolas rosadas, el golpe de los tambores de las manos agrandadas de cimarrones libres y las danzas serían canturreos y alabaos para convertir los huesos en substancias de olvido.

Yo, canto la copla de la abuela, me encomiendo a las estrellas apagadas, me baño en las lluvias que desbordaron los ríos de pieles morenas, beso a la mujer idealizada y decididamente salgo la calle a intentar encontrar los amigos que se volvieron "bits" y la sonrisa dialogante, que ahora el perro recibe de su dueño. Busco al humano sincero, oculto, aterido por el frío de los miedos, persigo al poeta solidario que desgranó las ilusiones de quienes buscan panes de vida en las calles del destierro, examino las mujeres con joyas relucientes en sus dedos, buscando ayuda detrás del llanero solitario, mientras el maestro intenta gritarle a una pantalla, para que el niño recoja sus vocales caídas, perdidas, enloquecidas.

¡Ay, de la noche, de cada madrugada, del frío despertar!, de los seres abandonados por su propia conciencia, viajando desmedidos en su carruaje de desgracia, mientras las brasas de las hogueras se desgastan, con la espera de los nuevos viejos tiempos, que se marcharon raudamente por las alcantarillas de nuestras desbocadas ambiciones, girando ondulantes con las ruedas pálidas atadas a nuestros dedos enloquecidos intentando escribir premoniciones para el mañana.

Multitudes enmascaradas esperando que los muertos no se acumulen a la puerta del crematorio, no hay llantos con abrazos. Allá pasaron tan raudos que las manos no alcanzaron a decir adiós; quizá no existieron. Solo serán un vago recuerdo en la memoria ausente, frágil, encallada en las ensenadas de las cosas terrenales.

Tal vez, mañana despierte y pueda recorrer los caminos que de niño me llevaron a admirar las puestas del sol, sus arreboles y los rayos distantes de las tormentas vespertinas, acompañada del coro de ilusiones de las aves migrantes, tras las sombras del árbol ondulante.

Ojalá, logre encontrarte en mi cama, navegar en tus ojos oceánicos, sentir los danzarines caballitos de mar incrustados en tu cuerpo, besar los colores del arco iris naciendo de tu piel, escuchar tu voz de cielo, hallar tus manos atadas a mis canas mientras canto a tu alma, el verso amanecido del último poeta moribundo.

Ojalá te encuentre en la ilusión de las manos encallecidas del humilde sembrador de sueños, en el vetusto taller del herrero, forjador de las herramientas que construyeron el camino hacia el desierto, donde hallamos los hijos convertidos en nubes vaporosas, que un día se marcharon llevados por el viento.

Quizá mi memoria se resista a olvidar a mis padres que se fueron sonrientes hacia el espacio eterno. Ojalá que mis armas inútiles, versos sin dueño, se conviertan en sendero de las indefensas ondulaciones que mi alma intenta convertir en fuego.

Luis Alfonso Espinosa M.


SER Y NO SER

El espejo de tus amanecidas memorias olvidadas,
registrando los secretos de tu inquisidora conciencia,
en las talladas palabras de tus íntimos desvaríos,
te dirán que, en ti, “soy un fue”, pero no “un será”;
incrédulo de los perdones de los que no perdonan,
en sucesiones de noches y noches sin futuro.

Y duele haber sido sendero sin destino
final de las ilusiones perversas o sueños perdidos
en las furiosas ventiscas de los deseos sublimados.

Duele haberte amado infinitamente.

Luis Alfonso Espinosa M.


CREO EN TI

Si no creyera en ti, seguro el día no tendría campos verdes;
no te hubiera amado con el misterio de los girasoles rojos
ni tampoco mi alma gritaría, en las densas arenas del desierto,
el secreto de quererte con locura, con rabia de tu ausencia
y sin aliento, como quiere el moribundo su postrero esfuerzo.

Si no creyera en ti y en tus secretos, mi silencio seria fuerza y trueno
donde perder la vida es solo el recuerdo,
de los pasos heridos, del amor incierto, de las noches obscuras
y los recónditos misterios, que amantes cubrimos de nieve y fuego.

Si no creyera en ti, mi marcha seria en el sigilo de la soledad,
y el abandono de los caminos desandados,
en las noches de luna mortecina y el canto de los sueños olvidados
del balcón consumido por el fuego, en el incendio perdido de tu encierro.

Si no creyera en ti, hubiese cortado las venas del poema,
que unido al murmullo de los muertos soñadores,
reclamantes de justicia sin antorchas, sin disparos, sin mortaja,
danzan con las letras moribundas y el canto colosal del cruel destino.

Si no creyera en ti ni en tus besos escondidos,
con el alma atada entre tus manos o los sentidos huyendo de tus senos,
no hubiera recorrido tus cimas de placeres,
razón del jardín de los ensueños, de las mujeres expulsadas de los cielos.

Si no creyera en ti, no nacerían amaneceres, ni arreboles de soles incendiados
del rojo color de la vergüenza, por el tormentoso ritual de los amantes,
extraviados en los bosques; en los prados, lechos de sábanas en vuelo,
espíritus silentes, cercanos a la lumbre de un desterrado mechero.

Y porque creo en ti, reclamo tus silencios,
tus miedos descolgados de tu rastro perdido,
huellas en la playa de océanos heridos,
necesidad de tus besos, de tus labios, de tus ojos, de tus sueños
ahora escondidos, quizá moribundos, quizá diluidos,
por la suave brisa de los amores perdidos,
en sábulos movedizos del olvido.

Luis Alfonso Espinosa M.


AMOR SINIESTRO

Amaneceres de luces diseminadas por la celestina ventana;
y tu cuerpo, prisma volcánico de los sentidos obscuros,
atmósferas obsesivas, cielo de los interludios espasmódicos
nacidos de tu boca y mis manos, sol y vientre y pechos color Sahara.

Plácida, recorres memorias de tu ensueño; sonrisa leve,
labios en ascua, lumbre, rescoldo perturbado de los deseos en reposo;
y te siento naciendo; fantasías hambrientas, locuras derramadas,
caudal vociferante de espumosas músicas en apresto.

Colores descompuestos aferrados,
cristales de tu piel, rocío cerril indomado en rojo planetario,
verde canto, azul de letra y cítara,
sembradores de danzas y vuelos en tus muslos desnudos,
consumidos, alucinados; sendero al infinito.

Imposible no mirar tu cara, de color embellecida;
oda de seráficos deseos, impetuosa playa adormecida,
donde morir es cielo, es condena y gloria, altar y sacrílego sustento,
de versos susurrados, manía y miedo, delirio;
amor siniestro.

Y tu cuerpo desnudo nacido de múltiples colores;
pecado es no mirarlo.

Luis Alfonso Espinosa Moreno

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