LUIS ALFONSO ESPINOSA MORENO
Novelista, Poeta, Narrador y Ensayista. Natural de Samacá, Boyacá. Presidente de la Asociación de Escritores Boyacenses, período 2021-2023 y exsecretario de la misma institución. Premio Nacional de Literatura "Mención Cuento", Ateneo de Carora (Venezuela) 2018. Autor de la página FB "Cantos de Amor". Entre sus producciones literarias se destacan las siguientes:
NO HAY MUERTO MALO
José Sacramento caminaba
lentamente, pensativo, como pidiendo permiso para dar sus pasos, mientras
observaba las caras de los niños pobres del barrio; le recordaban su infancia,
en uno de los barrios más pobres de Tunja, ubicado en las laderas del sector de
San Lázaro. Sus calles empinadas, por donde solo subían personas a pie, porque
hasta ahora no se habían inventado coches capaces de subir por esas cuestas de
tierra y arcilla. Una trocha servía de carretera veredal para los campos del
alto, la iglesia del milagroso y las antenas de la Transmisora de la
Independencia, la radio del gobierno, era la única vía que se desprendía en la
última curva de la carretera que, alguna vez,
intentó ser la vía del ferrocarril desde Tunja hacia el Carare en Santander,
pero murió antes de llegar a Villa de Leyva.
Todos los días, temprano en la
mañana, José tomaba la vía que de la ciudad, sale hacia los poblados de Iguaque
y Cucaita; subía por un viejo camino usado por los peregrinos y fieles devotos
del santo milagroso y llegaba a la capilla del alto de San Lázaro, lugar donde
se encuentra la imagen del patrono de los humildes y enfermos de las llagas de
la piel; pero José Sacramento, no llegaba diariamente
a la capilla a recoger barro para alguna
herida, lo hacía para suplicarle al milagroso, le socorriera un trabajo, alguna forma de ganarse el pan
diario, sobrellevar la pobreza en la que vivía con su mujer, desde que el
último de sus hijos decidió marcharse, hambriento, humillado y avergonzado de
su padre, incapaz de tener un oficio digno que
les permitiera tener al menos para comer, ya que eso de escribir poemas, tratar de venderlos por
centavos o decir discurso a los muertos escasamente le permitía conseguir unas
monedas para el diario.
Ese día, “El Fifí”, reconocido
delincuente y peligroso matón, esperó el regreso de José, en la esquina de la calle del barrio y con paso
firme, mirada obscura y ceño fruncido, que le daban un aspecto tenebroso, salió
a su encuentro, le puso la mano derecha en
el hombro, mientras con la otra empuñaba un puñal que guardaba en el
bolsillo de su chaqueta de cuero, generando en José Sacramento, un sentimiento
de terror absoluto que le heló la sangre, pensando sería su último minuto de
vida, mientras intentaba iniciar una oración y esperaba que el puñal entrara en
sus intestinos sin causarle mayor dolor y, ojalá, le ocasionara una muerte rápida. No tuvo
tiempo de pedir clemencia, solo alcanzó a pensar en su mujer y lo difícil que
sería para ella seguir viviendo, sin nadie que la ayudara. No hubo palabras
previas, solo miedo, ni tampoco posibilidad de huir; ¿a dónde?, ¿para qué?, si
la decisión ya estaba tomada.
“El Fifí”, acercó su rostro al
de José Sacramento, llenándolo del olor a marihuana y sin mediar palabra le
dijo:
-Tiene que echar un discurso
en el cementerio en el entierro del loco Manuel... usted sabe cómo hacerlo y no
vaya a hablar mal del muchacho.
- ¿Cómo se le ocurre pedirme
eso?... si aquí todos saben que usted lo mandó matar- contestó Sacramento, -y
ese loco, era peor de asesino que usted...
-Tiene que echar el discurso-
le contestó “El Fifí”, con una voz áspera que helaba hasta la más escondida
fibra del alma de José Sacramento y luego concluyó su premisa. -De todas
maneras, usted ya está muerto por lo que acaba de decir, así que… hable en el
cementerio antes de morirse- y luego, soltándole el hombro, se regresó hacia el
lugar donde velaban al muerto.
José Sacramento, tomó un
aliento de aire, siguió para su casa, no dijo ni una palabra de lo ocurrido a
su mujer, que poco presurosa, le ofreció un tinto cerrero como era su costumbre
y luego sirvió un desayuno de caldo con sal y cebolla y una papa pelada,
alimento que consumió con la lentitud propia de los condenados; luego apuró un
pocillo de agua de panela acompañado de una mogolla de salvado. Se levantó de
la mesa, entró a la alcoba y del armario sacó su vestido negro, brillante de
tantas planchadas, lo limpió cuidadosamente y lo colgó en un gancho a esperar
que el tiempo pasara; enseguida buscó la camisa blanca y se aprestó a
plancharla; en el fondo de un cajón encontró un viejo corbatín de color morado
y decidió que lo utilizaría en esa ceremonia. Era su último día.
Las campanas de la iglesia
doblaron a funeral a media tarde y José Sacramento se vistió tan rápido como su
estado se lo permitió, mientras su mujer, extrañada, le preguntó si ese día
también iba a hablar en el cementerio, como era su costumbre desde hacía varios
años, cada vez que alguien moría y por cuyo discurso le pagaban algunos pesos recogidos
entre los dolientes y ese era su única forma de ganar dinero. José no contestó;
le dio un abrazo cálido, afectuoso, único, como hacía mucho tiempo no lo hacía
con esa vieja y se marchó diciéndole -nos vemos pronto-.
Caminó desde el Barrio el
Carmen, por la polvorienta calle, cruzó por las Nieves y llegó hasta la tribuna
ubicada en la entrada del cementerio, subió los cinco escalones de la misma,
tomó su carpeta de anotaciones y miró la frase escrita en la puerta gigante del
campo Santo: “Aquí terminan las vanidades del mundo”.
El difunto, llegó precedido de
una escasa procesión, cargado por algunos cómplices; se detuvieron frente al
estrado donde estaba José Sacramento con su mano en alto.
-Señoras, señores, amigos y
familiares- dijo José – Ha partido Don Manuel, un gran hombre, amigo siempre
fiel, hijo responsable, hermano cariñoso, vecino y persona de bien. Hizo una
pausa, mientras nerviosamente intentaba ordenar las hojas de su discurso, que
querían abandonar la desvencijada porta papeles donde estaban guardadas,
enfrentándose ahora a la furia del viento.
Mientras tanto, uno de los
asistentes, lentamente se acercó “al Fifi”, que se había entretenido por un
momento con el discurso de Sacramento, con sorpresa, extrajo un arma y con extrema
furia, le clavó un gigante cuchillo en la espalda “al Fifí” y luego, volvió a
herirlo por debajo de las costillas, penetrando el punzante en sus riñones y
estómago.
-Y acaba de partir otro gran
hombre de bien - dijo José, quien había observado toda la escena desde su
preferencial posición y, lo más veloz que pudo, a pesar de sus dolencias,
descendió de la tribuna, corriendo sin descanso a refugiarse, en la tienda “La
última lágrima”.
Escritor: Luis Alfonso Espinosa Moreno.
CARTAS A LUCÍA
Del libro “EPISTOLARIO DE SAN LUIS”
Adorable Lucía:
Muy sorprendido quedé, en nuestro encuentro, cuando rápidamente, casi de manera instintiva, doblaste una hoja de papel y la guardaste en tu agenda diaria, la que siempre llevabas en tu morral rosado, junto A las demás chucherías y cosas necesariamente inútiles que muchas mujeres cargan y sin las cuales, pareciera, no se sienten completas, así no las utilicen, pero que deben hacer peso en ese bolso.
No entiendo, si es que todas las mujeres; bueno, casi todas, nacieron con el cuerpo desbalanceado y necesitan cargar vainas, que las hacen sentirse femeninas, como si las bisuterías fueran esenciales para su nivel emocional; teléfono móvil de última generación, monedero, billetera, pintalabios, crema de ojos, crema de manos, toalla higiénica, papel, pañuelos, corta uñas, lima, llavero, espejo, cepillos, peinetas, monedas, tarjetas de crédito sin fondos, tarjetas de almacenes, papeles de dulces, chocolatinas, volantes recibidos en la calle, gafas, lápices, colores, esferos y cualquier cantidad de inservibles, que le dan volumen al bolso que va con la personalidad femenina.
Me dijiste casi eufórica, que te habían regalado un poema bellísimo, cuando curioso, pregunté por el contenido del papelito guardado con sumo cuidado;
- “la poesía es lo máximo, me llega al alma, me enamora, me hace sentir maravillosa”, - dijiste, como reafirmando una afición secreta.
- ¿Cuál es tu poeta favorito?, pregunté, intentando saber de tus placeres literarios.
-Cualquiera que escriba bonito sobre el amor. – Respondiste, mientras intentabas adentrarme en tus conocimientos literarios.
–Cualquiera de los muchos que hoy se encuentran en las redes sociales, todos son maravillosos –concluiste.
No hubo alternativa. Mi vida y mi tiempo se dedicaron a leer a Mario Benedetti, a Charles Bukowski, los poemas eróticos de Yolanda González y Silvia Maya, las letras de Leo Pavoni, Silvia Medina, Alfonso Espinosa, Gustavo Hernández, Ramón Martínez y a cientos más que no escriben poesía, pero se sienten poetas. Solo quería aprender a escribir para regalarte los mejores poemas, para conquistarte con palabras del alma, con verso que se conviertan en besos, frases que hablan de susurros y de noches alucinantes, de amaneceres en los brazos del placer y lunas cómplices, de amantes, de sexo y placer místico, de sacrilegios y comuniones.
Solo dos poemas escribí, en los que amarré mi conciencia a mi corazón para decirte que estaba enamorado de ti y en ellos estaba mi vida plasmada en versos.
Los tomaste; los leíste rápidamente, luego sin mirarme hiciste una bola de papel y me la tiraste a la cara.
- ¡Poetas, poetas!; idiotas que saben amar solo en papeles y letras, pero son unos imbéciles en la cama. No saben lo que es una mujer y escriben sus frustraciones para salvar el mundo a donde no deberían haber venido… ¡lárgate!... fue todo lo que me dijiste.
Ahora, estoy intentando desarrugar mis versos...
Siempre tuyo... Luis
(carta 2)
Adorable Lucía
No contestaste mi carta anterior; tampoco quieres hablarme y solo intento retomar lo que nos une o nos unió; está bien... No pienso continuar escribiéndote poemas que no son poesía y versos de amor que no tienen rima. Tú, simplemente, quieres que te diga las cosas sin que tengas que preocuparte mucho por entender lo que quiero y lo que me gusta de ti. Se que, no te gusta leer textos extensos, que prefieres las palabras con sentido y no las frases utópicas; te gustan las palabras cortas, para saborear su contenido; te gusta que te diga, por ejemplo, que tienes una sonrisa muy dulce y entonces sacas tu lengua y la pasas sobre tus labios carnosos y húmedos, primero por el labio superior, y casi siempre, de izquierda a derecha, de una forma tan lenta que uno podría repetir un poema erótico de 10 versos y tu apenas llegarías a la comisura derecha, para volver a empezar con el labio inferior y así, tan lento, que a veces generas adormecimientos neurales, que nos llevan a imaginar besos cansados en una boca inmortalizada por esa risa que luego dejas escapar, como si entendieras que esa es una de tus mejores armas de conquista.
Dices que soy tu amor sublime y te gusta que te diga al oído la frase más simple de los amantes: “te quiero”. Pero la quieres escuchar tan lentamente y tan suavemente, que finalmente y por inercia, mi lengua termina intentando recoger las palabras, que se han quedado pegadas a tu oreja y que por haberlas dicho tan quedamente, terminan produciéndote cosquillas, que te obligan a intentar unir los hombros con tu cara y a suspirar ansiosamente la necesidad de escuchar el “te amo”, “te deseo”, que instintivamente hace mover tus manos buscando las mías y tus brazos pidiendo refugio, como si esas palabras debilitaran tus piernas y prefirieras que te acunaran y te arrullaran, antes que seguir dando pasos.
El problema no es cuando te lo digo en privado, al calor del fuego celestial de una chimenea o con el dulce aroma de una copa de vino, porque es fácil solucionar tus debilidades. El problema está en hablarte como te gusta mientras vamos por la calle o intentamos escondernos de las miradas incómodas de los transeúntes, porque te desmoronas y tengo que recogerte partícula a partícula, mientras gritas o lloras, a veces, sin que nadie lo note, pero a veces, con escándalo, que hace que la gente se pregunte, si es que te estoy maltratando o estoy tratando de calmarte luego de una crisis de nervios, pero algunos de los transeúntes, quizá más expertos en cómo tratar a mujeres como tú, me dicen sin sonrojarse algo que no sé si tú escuchas:
“Hermanito, sáquele pieza, que se está derritiendo…”. Siempre tuyo... Luis
(Carta 3)
Adorable Lucía
El destino, de nuevo, nos coloca en orillas distintas, a pesar de nuestros propios deseos y comuniones íntimas. Tú te silencias, tienes que cumplir con tu vida diaria, rutinaria, absolutamente anodina, hurgando entre papeles en la oficina, para encontrar la solución a los males del mundo, mientras que al mundo poco le importa si tú lo salvas. Olvidaste que el día, tiene la mitad de su vida cuando el sol sale y le da luz a todo lo que merece vivir y que la otra mitad inicia cuando el sol decide esconderse de las maldiciones de las almas arrogantes, dándole paso a la noche; crea espacios románticos para compartir y amar, para volver al dulce arrullo, al suave espacio de los deseos y los sentimientos, del goce y la vida para muchos y de la indiferencia y el aullido de los lobos con hambre y desesperación, que abundan en los rincones cubiertos por el negro manto de la desidia y el odio.
Quisiera entonces saber en cuál de los dos espacios vives, porque siempre que vengo a tu apartamento, intento llenar el jarrón con flores frescas, despertar tus sentidos con aromas excitantes y prender el calor del amor, para que calientes tus cansados pies y puedas encontrar en un silencio celestial, la suave briza que debe arrullar tus anhelos, que te sientas amada, adorada y deseada, para que, al ofrecer tu cuerpo al espejo, te veas grandiosa y hermosa, como intento verte, con mis ojos cansados pero ansiosos.
Estaba mirando el jarrón colmado de flores y me asaltó una pregunta…
¿A qué horas regresas? ¡por favor!
Siempre tuyo... Luis.
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